Cada noche salgo de mi empleo camino a casa, recorriendo tres kilómetros y medio de concreto a pie. A pesar de
vivir y trabajar en el centro de esta enorme ciudad, donde todos somos siempre
desconocidos, inconscientemente entablamos familiaridad con las baldosas de la calle, con sus
marcas y agujeros característicos. Como si estos fueran aspectos determinantes
que le dan una personalidad específica y diversa a cada una.
Nos familiarizamos con los postes de luz, negocios,
arquitectura y colores de los edificios. Y hasta podríamos, a riesgo de ser
catalogados como dementes, mantener una conversación sobre el porqué una calle
tiene poca luz y la siguiente está totalmente iluminada.
En cuanto a las personas, me topo con uno que otro encargado
de negocio o vagabundo sentado en alguna escalinata y con quienes jamás nos
cruzamos la mirada. El resto está durmiendo sobre algunos cartones o debajo de
ellos.
Cada noche el mismo recorrido, el mismo paisaje. El resto
son personas que siempre veo pasar por primera vez. Más familiaridad me generan
las baldosas.
En la parte central de este camino hay un trecho de unas 8 calles que las llamo
la zona oscura. Antes de empezar el trayecto por dicha zona, me quito el reloj y
cualquier accesorio que pudiera llamar la atención. Acelero el paso y, cada
tanto, miro sobre mis hombros. Casi no hay gente, las bolsas y papeles vuelan,
alguno hay que esquivar, hay cierto hedor en el ambiente, y si llueve debo sortear con mucho cuidado las
baldosas sueltas. Aunque a estas alturas ya las conozco bien.
Desde algún agujero sale una voz que dice una palabra o
frase soez. Acelero el paso más aún y agudizo mi atención. Me repito
mentalmente “falta poco, falta poco…”
Cada noche lo mismo, hasta que ocurre algo que lo cambia
todo. No sé cuántas veces nos habremos cruzado o si talvez fue reciente cuando
lo noté.
Camino en sentido contrario viene este hombre. Alto,
delgado, con el cabello corto, clásico. La calle es muy oscura pero creo que es
castaño, de rostro agradable. Lamentablemente con esa barba hipster que me
desagrada tanto. Vestido con pantalón, saco y camisa en las noches aún frescas
y solo camisa en las primeras noches del verano. Una mochila negra al hombro y
auriculares.
Lo vi una vez, dos veces, tres… Pensé “Vaya! Por fin veo una
cara conocida”. Una cuarta vez, una quinta. Honestamente no sé en qué momento
nos vimos. Solo sé que en la tercera de haberlo notado también comenzaron a
cruzarse nuestras miradas, de manera fugaz, como si nos turnáramos, pero
siempre haciendo contacto visual.
Las siguientes noches, las ocho calles aquellas ya no me
parecieron “la zona oscura”. Me dio curiosidad. ¿Le pasaría por la mente las
mismas cosas que a mí? ¿También tendrá curiosidad?¿Que hacen dos personas
cruzándose cada noche exactamente en el mismo lugar, en una zona a la que no
pertenecen en absoluto? ¿Será casado? ¿Tendrá novia? ¡Pero qué manera de
sabotearte el momento! ¿Porqué siempre pensar si tiene alguien en su vida? Pero
¿cómo no voy a pensar todas esas cosas? ¡Es un chico lindo!
Un momento, yo tampoco estoy nada mal y no por eso tengo
novio o estoy casada.
Cuando entro a la zona oscura camino cuatro cuadras con la
expectativa de cruzarnos las miradas, miradas que saludan y sonríen. Después de
nuestro encuentro fugaz continúo las siguientes cuatro cuadras tratando de
resolver mentalmente las mil preguntas que surgen, sin dejar de mirar sobre mis
hombros.
Y entonces, justo antes de navidad, mi jefa, a quien aprecio
muchísimo y le guardo gran afecto, me regala un aromático ramito de jazmines
que recibo feliz. Esa noche salgo del trabajo dispuesta a caminar las 33 o 34
calles en mi regreso a casa, esta vez con mi ramito de jazmines en la mano.
Llego a la zona oscura, que para mí ha dejado de serlo desde hace casi dos
semanas. En la cuarta calle, como cada noche, nos cruzamos y esta vez estoy
dispuesta no solo a sostener la mirada o sonreír como venimos haciendo, esta
vez le saludaré “como al pasar”.
Lo veo acercarse a la distancia, cada vez más cerca. Llega
el momento, nos miramos, pero rápidamente me evade, baja la mirada y continúa
su camino.
Sigo caminando algo contrariada ¿Habrá sido solo mi
imaginación? ¿Se habrá arrepentido? Y entonces miro mi ramito de jazmines
¿Habrá pensado que me lo dio el “novio” que puede haber creído que tenía? Me
quedé con todas las interrogantes.
No importa que tan dispuesta estuviera para disolver esos
posibles cuestionamientos en mi cabeza y con mayor razón en la suya. Desde
aquella noche no lo volví a ver.