7 feb 2017

Caminantes desconocidos



Cada noche salgo de mi empleo camino a casa, recorriendo tres kilómetros y medio de concreto a pie. A pesar de vivir y trabajar en el centro de esta enorme ciudad, donde todos somos siempre desconocidos, inconscientemente entablamos familiaridad con las baldosas de la calle, con sus marcas y agujeros característicos. Como si estos fueran aspectos determinantes que le dan una personalidad específica y diversa a cada una.

Nos familiarizamos con los postes de luz, negocios, arquitectura y colores de los edificios. Y hasta podríamos, a riesgo de ser catalogados como dementes, mantener una conversación sobre el porqué una calle tiene poca luz y la siguiente está totalmente iluminada.

En cuanto a las personas, me topo con uno que otro encargado de negocio o vagabundo sentado en alguna escalinata y con quienes jamás nos cruzamos la mirada. El resto está durmiendo sobre algunos cartones o debajo de ellos.

Cada noche el mismo recorrido, el mismo paisaje. El resto son personas que siempre veo pasar por primera vez. Más familiaridad me generan las baldosas.

En la parte central de este camino hay un trecho de unas 8 calles que las llamo la zona oscura. Antes de empezar el trayecto por dicha zona, me quito el reloj y cualquier accesorio que pudiera llamar la atención. Acelero el paso y, cada tanto, miro sobre mis hombros. Casi no hay gente, las bolsas y papeles vuelan, alguno hay que esquivar, hay cierto hedor en el ambiente, y si llueve debo sortear con mucho cuidado las baldosas sueltas. Aunque a estas alturas ya las conozco bien.

Desde algún agujero sale una voz que dice una palabra o frase soez. Acelero el paso más aún y agudizo mi atención. Me repito mentalmente “falta poco, falta poco…”

Cada noche lo mismo, hasta que ocurre algo que lo cambia todo. No sé cuántas veces nos habremos cruzado o si talvez fue reciente cuando lo noté.

Camino en sentido contrario viene este hombre. Alto, delgado, con el cabello corto, clásico. La calle es muy oscura pero creo que es castaño, de rostro agradable. Lamentablemente con esa barba hipster que me desagrada tanto. Vestido con pantalón, saco y camisa en las noches aún frescas y solo camisa en las primeras noches del verano. Una mochila negra al hombro y auriculares.

Lo vi una vez, dos veces, tres… Pensé “Vaya! Por fin veo una cara conocida”. Una cuarta vez, una quinta. Honestamente no sé en qué momento nos vimos. Solo sé que en la tercera de haberlo notado también comenzaron a cruzarse nuestras miradas, de manera fugaz, como si nos turnáramos, pero siempre haciendo contacto visual.

Las siguientes noches, las ocho calles aquellas ya no me parecieron “la zona oscura”. Me dio curiosidad. ¿Le pasaría por la mente las mismas cosas que a mí? ¿También tendrá curiosidad?¿Que hacen dos personas cruzándose cada noche exactamente en el mismo lugar, en una zona a la que no pertenecen en absoluto? ¿Será casado? ¿Tendrá novia? ¡Pero qué manera de sabotearte el momento! ¿Porqué siempre pensar si tiene alguien en su vida? Pero ¿cómo no voy a pensar todas esas cosas? ¡Es un chico lindo!
Un momento, yo tampoco estoy nada mal y no por eso tengo novio o estoy casada.

Cuando entro a la zona oscura camino cuatro cuadras con la expectativa de cruzarnos las miradas, miradas que saludan y sonríen. Después de nuestro encuentro fugaz continúo las siguientes cuatro cuadras tratando de resolver mentalmente las mil preguntas que surgen, sin dejar de mirar sobre mis hombros.

Y entonces, justo antes de navidad, mi jefa, a quien aprecio muchísimo y le guardo gran afecto, me regala un aromático ramito de jazmines que recibo feliz. Esa noche salgo del trabajo dispuesta a caminar las 33 o 34 calles en mi regreso a casa, esta vez con mi ramito de jazmines en la mano.

Llego a la zona oscura, que para mí  ha dejado de serlo desde hace casi dos semanas. En la cuarta calle, como cada noche, nos cruzamos y esta vez estoy dispuesta no solo a sostener la mirada o sonreír como venimos haciendo, esta vez le saludaré “como al pasar”.

Lo veo acercarse a la distancia, cada vez más cerca. Llega el momento, nos miramos, pero rápidamente me evade, baja la mirada y continúa su camino.

Sigo caminando algo contrariada ¿Habrá sido solo mi imaginación? ¿Se habrá arrepentido? Y entonces miro mi ramito de jazmines ¿Habrá pensado que me lo dio el “novio” que puede haber creído que tenía? Me quedé con todas las interrogantes.

No importa que tan dispuesta estuviera para disolver esos posibles cuestionamientos en mi cabeza y con mayor razón en la suya. Desde aquella noche no lo volví a ver.